Escriba lo que desea buscar en este blog

viernes, 30 de noviembre de 2012

RAZONES DE ESTADO PARA LA ADHESIÓN DEL PERÚ A LA CONVENCIÓN DEL MAR

Alejandro Deustua

Setiembre de 2004

 Cuando en 1947 el Perú reivindicó jurisdicción y soberanía sobre las 200 millas marinas en resguardo de los recursos necesarios para la adecuada sobrevivencia de su población, el largo proceso de una innovación sustancial de la política exterior peruana se puso en marcha.

 En efecto, en épocas en que la soberanía absoluta ya era una categoría jurídica superada, fue necesario contribuir a la gestación de un derecho público que fundamentara lo que a muchos pareció un simple acto de expansión unilateral del territorio nacional.

Ese proceso devino progresivamente en la generación de un régimen que terminó plasmándose en un tratado de dimensión global –la Convención del Mar de 1982– y fortaleciendo, en consecuencia, la capacidad de generación jurídica del sistema de Naciones Unidas.

Durante todo ese período el Perú alimentó su tradición multilateral ejerciendo un fuerte liderazgo en la negociación colectiva que se reflejó en prestigio y status en el marco de un escenario que, a pesar de la bipolaridad predominante, fortaleció la influencia diplomática de los países en desarrollo.

Por lo demás, el Estado inició el proceso de consolidación de su dimensión marítima como calidad geopolítica hasta entonces esencialmente pasiva.

De esta manera el Perú complementaba su dimensión continental y se atribuía una nueva dimensión estratégica y una frontera que, con el tiempo, debía ser globalmente reconocida al aplicarse los nuevos instrumentos delimitatorios recogidos por la Convención.
 El fuerte costo político, diplomático, económico y de seguridad que se empeñó en ese proceso resultó en un claro beneficio para la humanidad reflejado concretamente en la ley que gobierna el espacio terrestre más amplio: el mar.

Lamentablemente de ese beneficio no disfruta hoy uno de los países gestores –el Perú– cuando su gobierno se negó a suscribir la Convención en medio de un interminable debate interno sobre la conveniencia de adherir o no a esa ley universal con muy grave demérito del Estado.

 22 años después el daño no ha sido reparado y el debate sigue lastrando la capacidad nacional de resguardar adecuadamente el bienestar de sus ciudadanos, complicando más el desarrollo económico de un país que no tiene adecuado acceso a sus propios recursos y sometiendo la seguridad nacional a las ambigüedades de una demarcación fronteriza cuyo espacio no ha merecido una clara definición constitucional.
 A inicios del siglo XXI esta situación debe ser corregida.
El Estado está en la obligación de adoptar una decisión que consolide una mejor inserción en el sistema internacional, perfeccionar su vinculación con el derecho internacional público (que es uno de sus elementos vitales constitutivos), determinar por fin su definición espacial hoy imperfectamente gobernada por una categoría jurídicamente cuestionable (el “dominio marítimo”) y terminar con el desgastante debate entre territorialistas y “convencionalistas” que pervierte la cohesión nacional y debilita nuestra posición internacional.

El debate ya está esencialmente agotado a favor de la CONVEMAR, aunque su carácter pasional, dimensión política y redundancia jurídica permitan su interminable resurgimiento partisano.

El Decreto Supremo de 1947.

- Cuando el Perú reivindicó su soberanía y jurisdicción hasta las 200 millas marinas ciertamente lo hizo mediante un acto unilateral aunque la norma correspondiente fuera promulgada pocos después de la proclamada por Chile.
Al hacerlo, no pretendía el Estado peruano atribuirse derecho de conquista alguno ni perpetrar una expansión territorial arbitraria, ni suscribir los viejos fundamentos de la soberanía absoluta, ni iniciar un conflicto internacional con las potencias marítimas.
El Perú fundamentó su posición en requerimientos nacionales orientados a la protección de los recursos naturales marítimos (los hidrológicos y los del suelo y del subsuelo) en función de las necesidades económicas de su población.

La unilateralidad.
- El planteamiento peruano tuvo un costo inicial para un Estado cuya historia diplomática ha sido calificada de “juridicista” hasta mediados del siglo pasado debido al predominio de un línea de política exterior fundamentalmente concentrada en la problemática limítrofe y vecinal.

A la luz de la erosión del territorio peruano continental y la inestable situación de su fuerza militar, el Estado hizo del derecho un instrumento de protección que la diplomacia ejerció hasta constituir una tradición sustentadora de la proyección del interés nacional y de sus usos y costumbres.
De allí que el principio del fiel cumplimiento de los tratados haya sido uno de los pilares permanentes de nuestra política exterior. 

Si bien es evidente que en 1947 no existía un tratado universal que gobernara el espacio marítimo, es claro también que existían ciertas prácticas establecidas por las principales potencias y respetadas por las que no lo eran como, por ejemplo, la de establecer el mar territorial de acuerdo al alcance de las armas defensivas de la líneas costera (inicialmente, tres millas).

Por lo demás, el libre tránsito de los mares era, en esa época (aunque no en etapas anteriores), proclamado como un derecho general aunque razones geopolíticas fueran, en no poca medida, su sustento.

Si bien el Perú reconocía esas realidades, también estaba en la obligación de proteger sus recursos marítimos en una zona cuya riqueza no sólo dependía de las condiciones oceanográficas existentes más allá de los límite convencionales sino de la prevención de la sobreexplotación de los mismos, generalmente por flotas de países más poderosos, y de resguardar los derechos de la población dependientes de esos recursos.
La dimensión del interés nacional comprometido puede cotejarse con el de un vecino –Chile– con el que regían relaciones de competencia en el Pacífico sur, lo que no fue óbice para identificar y defender de manera similar el suyo. 

En ausencia de una norma universal que rigiera la materia, la práctica asimétrica de unas costumbres establecidas por potencias mayores y la necesidad de cautelar un interés vital, el Perú recurrió a un acto unilateral contrario a su tradición para resguardar ese requerimiento.

Su diplomacia “juridicista” y su calidad de pequeña potencia obligaba, sin embargo, a fundamentar y proteger ese interés jurídicamente (a diferencia de las grandes potencias que no sólo practicaron el derecho de conquista territorial sino que, en ciertos casos, la racionalizaron ideológicamente –como en el caso del “Destino Manifiesto”– o lo sustentaron bélicamente –como en el caso de la doctrina del “espacio vital”–).
Al hacerlo, el Perú ratificó además, que su interés no sólo no tenía vinculación alguna con tales antecedentes de expansión territorial, sino con intereses económicos vitales primarios, específicos y limitados y con el respeto de la obligación internacional de no interrumpir la libre navegación en tanto se respetaran esos intereses.

 Ese requerimiento condujo deliberadamente a un proceso constructor de un régimen jurídico sobre la materia aun cuando éste contuviera elementos políticos como lo fue inicialmente la Declaración de Santiago de 1952.

El costo de la unilateralidad debía ser sufragado a través de la progresiva multilateralización del derecho emergente en 1947 y que culminó con la negociación universal de la Convención del Mar de 1982.
Ésta ha sido reconocida universalmente, con anterioridad a la institucionalización de la OMC, como el logro jurídico más notable del multilateralismo de la post-guerra.

 La soberanía absoluta, la soberanía relativa y la “soberanía modal”.- Como lo reconoce Alberto Ulloa Sotomayor, hacia mediados del siglo pasado el principio de soberanía relativa estaba ya fuertemente arraigado en el derecho internacional público y su vigencia era claramente reconocible desde principios del siglo XX.
La época en la que se reconocía al Estado una capacidad de definición y proyección de sus intereses nacionales sin más restricción que su propia capacidad de poder, estaba, en 1947, largamente superada.

 Si el Perú reconocía esa situación –es decir, la vigencia de la soberanía relativa que reconoce sustanciales límites normativos a los intereses externos de los Estados– no es razonable que, sobre una base de poder menor y contra su propio convencimiento, súbitamente emprendiera reclamaciones internacionales ilimitadas de carácter territorial sin colocarse en serio peligro.

El Estado peruano de la postguerra no basó su política exterior en la irracionalidad ni llevó su disposición a innovar el contexto internacional más allá de lo que la prudencia aconsejaba.

 De allí que, firmemente sustentado en el concepto de soberanía relativa, el Perú no sólo recusó el concepto de soberanía absoluta sino que sus juristas más destacados desarrollaron a la noción de soberanía modal para ser aplicada a ciertas situaciones excepcionales que requerían un cambio sustancial de las reglas de juego.

Este es el caso de la soberanía reclamada originalmente para proteger los recursos naturales marítimos, del suelo y del subsuelo, de los Estados ribereños hasta las 200 millas.
 Y también lo es del derecho reconocido por la Convención del Mar a estos efectos.
 Con un añadido: el reconocimiento explícito, universal e innovador de la soberanía territorial hasta las 12 millas marítimas y de la soberanía sobre los recursos hasta las 200 millas.

Dado que el concepto de soberanía ha seguido evolucionando influido fuertemente por su progresiva erosión gestada por las fuerzas trasnacionales mal definidas como de “globalización”, está en el interés de los más vulnerables consolidar la soberanía existente de acuerdo a los términos internacionales que estos mismos estados han contribuido a definir y organizar.

 Este es el caso del Perú cuya calidad de Estado está estrechamente vinculada no sólo a una adecuada vinculación con el derecho internacional sino a la defensa de su soberanía territorial.
Ésta no puede seguir siendo debatida sobre bases insubstanciales y no reconocidas universalmente (las 200 millas territoriales), ni sometida a una figura cuestionable como la de “dominio marítimo” establecida con escasa precisión constitucional.
Si el Estado requiere consolidar su autoridad sobre los recursos naturales comprometidos en el espacio marítimo de acuerdo a la naturaleza de su conformación costera, reclama también establecer adecuadamente fronteras marítimas de manera convergente con principios, normas y métodos reconocidos universalmente.
Y esto son los que define y regula la Convención del Mar para el mar territorial, la zona económica exclusiva, la zona contigua, la plataforma continental y el vínculo con la alta mar. 

Los intereses.

- El interés original identificado en el proceso que se origina en 1947 fue la protección de los recursos naturales necesarios para la adecuada sobrevivencia de la población costera.
Si su esencia es económica y su dimensión es geopolítica, su ámbito regulatorio, indiscutido y universal es la Convención del Mar.

 La naturaleza y la cantidad de los recursos que motivó la acción política protectora de 1947, aunque menor a la conocida hoy, consideraba la fauna, la flora y los recursos del suelo y del subsuelo marinos .

Siguiendo la descripción de Jorge Brousset, la flora gira en torno a la relación del plancton, el fitoplancton y otros componentes que organizan la cadena alimenticia de la inmensa fauna marina y otorgan al mar peruano una calidad distintiva que califica su riqueza oceánica.

Proteger ese recursos es vital para la existencia de las más de 810 especies de peces que pueblan el mar peruano, muchas de ellas migrantes, en tanto encuentran en él una fuente sustantiva de alimento natural.

Del volumen del recurso animal existente en estas excepcionales condiciones ambientales depende el potencial de alimentación de nuestra población presente y futura.

Si su importancia era estratégica a mediados del siglo pasado –al punto que condujo a la confrontación con potencias mayores a propósito de capturas de embarcaciones que pescaban ilegalmente en el mar adyacente–, lo será más mañana cuando las condiciones demográficas y urbanas de nuestro habitat se densifiquen en una proyección que ya indica niveles peligrosos de insustentabilidad.

 El nivel de esa expansión será exponencial si se tiene en cuenta que la tasa de crecimiento poblacional experimentada desde mediados de siglo pasado arroja resultados globales superiores al conjunto del proceso histórico anterior y que la relación de megalópolis de más de 10 millones de habitantes tiende ya a ser mayor en los países en desarrollo que en los desarrollados (cuando hacia 1950 la relación era la contraria) (Tuchman).

 Por lo demás, hoy sabemos que los recursos mineros que se encuentran en el suelo y el subsuelo marítimo –especialmente los nudos polimétálicos- son extraordinariamente abundantes y ricos y que su explotación está ligada a la relación continental.
La calidad minera del país está fuertemente vinculada a esa riqueza al margen de que los recursos que se encuentren en la alta mar sean considerados hoy patrimonio de la humanidad. La promoción de una adecuada explotación y protección de estos recursos ciertamente constituye un interés nacional que no puede ser satisfecho unilateralmente y sin respetar el derecho internacional que lo gobierna cuya dimensión tratadista proporciona la Convención del Mar.

Por lo demás, la adecuada evaluación y protección del medio ambiente –que es materia que ocupa a la CPPS constituida en 1954 como resultado de la Declaración de Santiago de 1952 entre otras organizaciones– no se restringe a los recursos.
El previsor estudio de la relación del mar con la condiciones climáticas –que tiende hacia el deterioro–, el impacto de las corrientes marinas y de las mareas en la naturaleza y en las condiciones de habitabilidad de la línea costera no es actividad que se pueda realizar con unilateralidad y en ausencia de cooperación internacional.
Y menos cuando el impacto de la fenomenología marina en el espacio continental no sólo se define por su riqueza sino por su eventual dimensión catastrófica.
Ciertamente es de interés del Perú realizar esas labores al amparo del cooperación multilateral que la Convención del Mar promueve.
 De otro lado, es evidente que esos intereses económicos y ambientales tienen un correlato espacial sin el cual no serían defendibles ni sustentables.
Estos diversos espacios están regulados también por la Convención del Mar.
Si ese régimen discierne los espacios territoriales y los económicos, los intereses nacionales encuentran en aquél el ámbito jurídico para su adecuada satisfacción. Siendo éstos intereses primarios (porque involucran a la soberanía), permanentes (porque constituyen una constante histórica), genéricos (porque conciernen a la mayoría de Estados que componen el sistema internacional) y relativos (porque están limitados por el derecho de los demás), son identificables y defendibles en los ámbitos definidos como mar territorial, zona contigua, zona económica exclusiva y plataforma continental (además de la relación con la altamar). En consecuencia es un deber ineludible del Estado satisfacerlos de la manera más eficiente y dentro de límites y fronteras adecuadamente establecidos.

La CONVEMAR diseña el marco para que esa tarea pueda llevarse a cabo con el reconocimiento universal. La geopolítica.- Si la relación de la geografía con la política define parcialmente las condiciones del interés nacional, como hemos visto, aquélla tiene una evidente dimensión geopolítica. Ella se acrecienta cuando las necesidades que sustentan esos intereses corresponden a la condiciones de sobrevivencia de la población que el Estado debe resguardar.
 La primera de esas condiciones está definida por la calidad del territorio que esa población habita.
Si la característica atribuida al territorio nacional es doble –el continental y el marítimo–, es obligación del Estado poner en valor esas características si no se desea que éstas se degraden –o disuelvan– pervirtiendo su naturaleza geográfica.
Si bien el Estado peruano no ha ocupado eficientemente la totalidad de su territorio continental, es evidente que la dimensión de su uso sí define su condición de potencia continental en los ámbitos regional y del subdesarrollo.
No sucede lo mismo en el ámbito marítimo donde las calidades geopolíticas del Estado están hoy en cuestión.
 Y lo están, en primer lugar, porque su identidad marítima no ha sido consolidada. Si ésta contribuyó a definir parcialmente el carácter de la unidad política que precedió a la Conquista, definió plenamente la condición de la unidad política colonial al sustentar el vital y fundador vínculo con Occidente. Si bien ese vínculo subsiste hoy como condición de la República, aunque proyectado universalmente, éste no está suficientemente atendido como para determinar la condición marítima en épocas de globalización. Si la dimensión marítima de un Estado se define por factores que innovan el determinismo geográfico (como el adecuado uso del espacio, la preservación y el enriquecimiento de la cultura relacionada con él y el tipo de relación que parte sustantiva de la población mantiene con el medio), no se puede afirmar hoy que el Perú haya satisfecho su condición marítima. En consecuencia la identidad y la calidad del Estado que gobierna el escenario está en cuestión. La ausencia de vinculación jurídica con el régimen universal que regula la materia es parte sustancial de este problema geopolítico que debe ser resuelto a la brevedad. A mayor abundamiento, se puede decir que la urgencia de esa medida se debe a la necesidad de apurar la ordenada ocupación del espacio marítimo en concordancia con las regulaciones que rigen para la mayoría de los Estados. Si en el ámbito económico, la insuficiente actividad pesquera, la mínima actividad de prospección petrolera y la prácticamente inexistente explotación minera revelan serias carencias nacionales en la ocupación física del mar peruano, la automarginación de la norma jurídica internacional que protege esas actividades ciertamente agrava el problema.
Peor aún cuando la necesidad de regular la actividad pesquera ha sido insatisfactoriamente resuelta por el Estado a través de convenios bilaterales con nuestros vecinos que han sido interpretados por ellos como definitivamente delimitarios y cuando nuestra experiencia en el control de las flotas pesqueras de grandes potencias es una historia de fricción con esas potencias.
La ausencia de resguardo del régimen universal vigente a estos efectos, obliga a la acción unilateral con el agravante de que el Estado carece hoy de medios materiales suficientes para ejercer esa atribución. De otro lado, el valor del control del amplio espacio marítimo peruano se ha incrementado en proporción directa a la pérdida progresiva de valor geopolítico global de la costa peruana. Hoy las líneas de transporte que transitan por nuestro espacio no tienen la dimensión estratégica del siglo XIX, la centralidad de nuestros puertos es disputada por otros núcleos vecinales y la proximidad a las vías de paso centroamericana y conosureñas no reporta hoy influencia peruana de mayor dimensión.
En consecuencia si la repotenciación de la infraestructura de transportes y portuaria es vital para mantener la calidad marítima de la línea costera revivida por la satisfacción de intereses viales y de comercio exterior , la efectiva presencia influyente en la totalidad del espacio hasta la 200 millas es fundamental para sustentar dimensión geopolítica marítima del Perú y compensar la pérdida de dimensión estratégica relativa.
Esa actividad fundamental debe llevarse a cabo teniendo en cuenta cada uno de los sectores que la Convención del Mar define si desea ser reconocida universalmente.
 Esa vinculación será además indispensable para complementar, en el ámbito global, la progresiva erosión de la cultura marítima nacional. No siendo el Perú un país de tradición fundamentalmente oceánica como si lo es el Reino Unido o puede serlo Chile y tomando en cuenta que los usos y costumbres nacionales son incrementalmente definidos por la migración del campo (andino) a la ciudad (costeña) así como por la incremental falta de arraigo en estos destinos finales (la migración de nacionales al exterior equivale hoy casi al 10% de la población nacional), la marginación del régimen marítimo universal, que es también un signo de identidad, agrava la ausencia de esa condición y contribuye a debilitar la doble condición geopolítica nacional.
 La seguridad.- Por lo demás, si la relación con uno de los actores preponderantes en el Pacífico sur suramericano ha sido definida como una contienda permanente por la supremacía en este escenario (García Bedoya), resulta evidente que esa contienda reclama elementos de poder suficiente para llevarla cabo. Y si el poder se define en términos multidimensionales que superan el entendimiento reduccionista referido sólo a la capacidad militar o al uso de la fuerza, el derecho, entre otros factores, contribuye a incrementarlo.
Especialmente en una de sus dimensiones: la influencia.
Ese elemento, de cuyo ejercicio el Estado se precia, está seriamente afectado por el propio Estado que, al no suscribir la Convención del Mar se ha abierto un frente universal de vulnerabilidad.
Siendo el Perú una potencia menor, la dimensión de vulnerabilidad se multiplica y la responsabilidad del Estado se incrementa proporcionalmente al respecto.
 Ello se traduce en el incremento de la brecha existente entre las ganancias de seguridad colectiva por los países que adhieren a la Convención y la pérdida de ese bien público para los que prefieren no participar de ella. En un etapa histórica de creciente interdependencia esta situación traduce, además, una pérdida de posibilidades de realizar ganancias generadas por transacciones positivas entre los miembros del régimen universal y en el incremento de disfunciones entre los que no pertenecen a ella (por ejemplo, la menor capacidad de generar alianzas para la confrontación de amenazas globales, como las que atentan contra el medio ambiente –entre otras–, cuya protección forma parte de la esencia del régimen marítimo universal).
 De otro lado, si en el ámbito regional la mayoría de los países suramericanos han suscito la Convención, ésta puede entenderse también como el tratado que tiende a organizar la dimensión marítima del espacio suramericano de cooperación a falta de un tratado específico de manera parecida (aunque no igual) a como lo hace el tratado de la cuenca amazónica para la dimensión continental.
Aun cuando existan países del Pacífico suramericano que no han suscrito la Convención, el hecho es que las posibilidades de convergencia estratégica entre los que sí han optado por ella es superior a la de los que se mantienen al margen.
Ello tiene un efecto de seguridad aún cuando esos países pertenezcan a la CPPS en tanto éstos no podrá realizar todo su potencial en ese foro debido a las divergencias de status jurídico entre sus miembros. En el ámbito bilateral, si la relación con los vecinos (incluyendo Chile) está evolucionando hacia la cooperación, el ámbito de la CONVEMAR (y el de los organismos que, habiéndola precedida, están vigentes, como la CPPS) brinda un marco adecuado para definir intereses compartidos en función de principios y reglas comunes.
Si Chile es parte de ese régimen y el Perú no, la capacidad nacional para satisfacer esos intereses de seguridad disminuye y agrega fricción potencial innecesaria a una vinculación que, a pesar de las diferencias, progresa hacia la complementariedad.
Y si así no lo fuera, la aceptación por el interlocutor de reglas universales que regulan el mayor espacio terrestre otorga a éste ventajas de legitimidad e influencia sólo proporcionales al aislamiento jurídico nacional en la materia.
 En lo que toca a la seguridad fronteriza, la controversia por la delimitación marítima que el Perú mantiene con Chile reclama el fortalecimiento sustantivo de la posición jurídica nacional.
Ello no se logrará satisfactoriamente si el Perú se mantiene en la materia al margen del derecho internacional pertinente.
La Convención del Mar no sólo es la manifestación positiva de ese derecho sino que establece los criterios, las reglas y los procedimientos para proceder en casos contenciosos como éste. El hecho de que Chile haya hecho algunas reservas sobre el particular no desmerece su mejor posicionamiento en tanto el Perú no se permite la adhesión al estatuto que, desde la perspectiva multilateral, brinda las bases e instrumentos de solución del problema. La marginación nacional de ese régimen , por tanto, atenta contra la seguridad nacional. Y lo hace de manera compleja en tanto, como ya se dijo, los espacios marítimos peruanos no han sido adecuadamente establecidos ni delimitados de acuerdo al derecho internacional público vigente y suscrito por la gran mayoría de Estados que integran el sistema internacional.
En consecuencia, esa omisión complica tanto la capacidad de defensa de la soberanía como la respuesta a amenazas convencionales o no convencionales en el área.
El régimen.- Un régimen internacional se define como el conjunto de principios, normas, reglas y procedimientos que gobiernan un aspecto –o escenario- de las relaciones internacionales.
Su función es la moderar el poder de los actores más influyentes interrumpiendo el vínculo entre la capacidad de esos actores de satisfacer unilateralmente su interés y los resultados del ejercicio de ese poder a través de la organización normativa capaz de incluir los intereses de los demás.
Normalmente son los países más poderosos los mejor capacitados para establecer regímenes internacionales en tanto que éstos tienden a definir los términos de referencia normativos así como el consecuente instrumental ejecutivo.
 La Convención del Mar es un régimen por excelencia distinguido por una particularidad: su principios y normas no sólo fueron inducidos por países sin mayor poder relativo, como el Perú, sino que sus reglas y procedimientos fueron fuertemente determinados por ellos.
Si este hecho hace de la CONVEMAR un régimen excepcional, la cobertura del régimen –un espacio geográfico que compromete el 70% de la geografía terrestre– le otorga una dimensión universal y lo define, por tanto, como verdaderamente extraordinario.

 El proceso de formación del régimen ha sido sumamente complejo tanto en los niveles unilateral (la reivindicación de los principios de las 200 millas por los países latinoamericanos), estrechamente plurilateral (la Declaración de Santiago), regional (las conferencias especiales realizadas por países de América Latina, Asia y Africa), plurilateral amplio (el Movimiento No Alineado y el Grupo de los 77), como en el multilateral pleno en tres conferencias universales promovidas por la ONU en 1958, 1960 y en 1973 (la tercera y final que culminó con la aprobación de la Convención en 1982).
Ello además de la participación ad hoc de la Asamblea General de Naciones Unidas (especialmente las resoluciones que declaran los fondos marinos como patrimonio común de la humanidad –Res. 2749– y la que convoca a la tercera conferencia –Res 2750–), según lo registró el Embajador Alfonso Arias Schreiber.

La complejidad de las interacciones en la formación del régimen, articulada tanto por el número de participantes como por su diversidad cualitativa (grandes, medianas y pequeñas potencias, Estados ribereños y mediterráneos, continentales y marítimos) y la pluralidad de alianzas y de asociaciones ad hoc (asociaciones de países desarrollados y en desarrollo, organizaciones regionales, sociedades entres países de distinta naturaleza pero con problemáticas similares), ha supuesto un amplio ámbito de transacciones. El resultado no podía ser óptimos, entonces, para todos y cada uno (ni un mar territorial de 3 millas ni uno de 200; ni plena libertad de navegación ni restricción irrazonable de la misma) pero sí uno en la que todos ganan (la sectorización consensual del espacio, las reglas comunes de demarcación, el señalamiento de mecanismos de solución de controversias, el orden colectivamente aceptado).

En lo que respecta al Perú, se obtuvo básicamente lo que se planteó (Arias Schreiber) aunque no se consolidara plenamente el detalle de la propuesta nacional.
 Paradójicamente, sin embargo, el bien público resultante del régimen no puede ser plenamente disfrutado por el Perú por su decisión automarginatoria.
Mientras esta situación se mantenga, sin embargo, el Estado tendrá que “padecerlo” en tanto que su cobertura universal y su calidad jurídica impiden su vulneración.
La automarginación, en consecuencia, resulta acá no sólo excluyente sino políticamente ineficiente en tanto el Estado no podrá realizar acciones que afecten el derecho de los que sí participan en el régimen.
El multilateralismo.- Aunque la política exterior peruana emplea todos los instrumentos disponibles para su adecuada ejecución, las condiciones del Estado, de su entorno y su tradición, han hecho del instrumento multilateral una herramienta privilegiada de la proyección del interés nacional. Nunca fue tan eficiente ésta como en la postguerra cuando el sistema de Naciones Unidas brindó el foro más adecuado para su ejercicio.
Y si su punto zenital fue la influencia lograda en la década de los 60 y los 70 del siglo pasado, el liderazgo que condujo a ella se gestó a propósito de iniciativas como la de la organización progresiva del régimen marítimo universal.
Si luego del fracaso del diálogo Norte-Sur, la influencia multilateral del Perú empezó a declinar, la no suscripción en 1982 del tratado del que había sido activo cogestor, contribuyó extraordinariamente a degradarla.
Al hacerlo, el Estado perdió el liderazgo duramente alcanzado, debilitó considerablemente su credibilidad multilateral y fracturó su tradición.
 En tanto estos costos fueron asumidos por la generalidad de la política exterior del Estado, se afectó gravemente su capacidad de proyectar el interés nacional.
Peor aún, el daño se agravó al negarse la posterior adhesión al tratado cuando ésta comprometía la posibilidad de formar parte de sus instituciones centrales.
Todo ello ocurrió sin que el Perú obtuviera, mediante una posicionamiento unilateral en la materia, ventajas de alguna consideración.
 El objetivo de recuperación del status perdido requerirá no sólo de fuerte empeño político sino el surgimiento de la circunstancia adecuada para lograrlo. Mientras tanto, la posibilidad de minimizar el daño multilateral mediante la adhesión tardía a la Convención está al alcance de la mano.
El empeño en no proceder en ese sentido resulta irracional en el peor sentido del término: la persistencia en la erosión del interés nacional.
 Pero no es éste el único costo que paga el Estado por su autodestructiva negación.
 Mientras se mantenga al margen del régimen marítimo, se mantendrá también al margen de un acápite sustantivo del sistema internacional debilitando los términos de la inserción externa del Estado.
La gravedad de este hecho es correspondiente a la naturaleza del contexto del que formamos parte.
Si éste se define por el incremento de la interconectividad, la desinserción sectorial resulta obviamente disfuncional. Y si esa desinserción se produce en un acápite que forma parte del acervo nacional, el efecto de esa característica negativa sencillamente se potencia.
Ella se refleja en la marginación del Perú de la comunidad internacional de Estados marítimos con intereses idénticos, comunes o complementarios de la que forman parte los miembros de la Convención del Mar.
 Si la primera obligación del estadista es asegurar la adecuada sobrevivencia del Estado –y por ende, de su población– el estadista peruano no cumple con sus responsabilidades en tanto insista en que la sobrevivencia de la unidad política de la que es representante puede asegurarse convenientemente al margen de la comunidad internacional y de las leyes que la regulan.
La Convención del Mar es una de ellas.

FUENTE 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entradas del blog